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LA CUEVA DE “LA HIGUERITA” Y EL MAQUIS

Para mi joven amigo Juan Felipe Pérez Turrión,
eterno enamorado de la literatura,
a la que se acerca con mucha frecuencia
y con espléndidos resultados,
en agradecimientos por inestimable ayuda.


 LA CUEVA DE “LA HIGUERITA” Y EL MAQUIS


En todos los pueblos cercanos a la sierras, también en determinadas ciudades, existen lugares y nombres que todo el mundo ha escuchado alguna vez, pero que nadie sabe realmente si pertenecen a la realidad o son parte de las numerosas leyendas que desde siempre se han contado en la zona, como lo puedan ser las historias y aventuras de los maquis, las apariciones de la pantaruja, el tío sacamantecas, o cuentos alucinantes de encuentros con lobos asesinos, etc.

Mi pueblo, asentado cercano a las faldas de las últimas estribaciones de Sierra Morena, cercano a la frontera portuguesa y con una rica producción minera en tiempos pasados, está lleno de cuevas y de desconocidas galerías que han hecho aflorar numerosas leyendas de aparecidos y fantasmas, también conserva las suyas, aunque la despoblación y el cambio de usos y costumbres hayan hecho desaparecer muchas de ellas y solamente los más viejos del lugar las conservan en su memoria, pero que ya no cuentas a sus nietos porque la televisión ha roto para siempre las hermosas veladas al calor de la lumbre del fuego de las chimeneas, o porque ya no hay cocinas como las de antaño, donde se reunía toda la familia a platicar, habiendo sido sustituidas por cómodas viviendas con calefacción, aparte de que hoy en día la juventud prefiere engancharse a internet o jugar con juegos individuales con sofisticadas máquinas electrónicas, sin escuchar a los abuelos que hoy no son más que un aceptado estorbo con el que nunca se cuenta para nada.

Nosotros vamos a recuperar otros tiempos y otros modos de jugar de los muchachos, mucho más asociativos y en continuo contacto con la naturaleza que nos envolvía por doquier y que nos enriquecía de una manera que en estos tiempos se desconocen.

Una de las fiestas más celebradas por las pandillas de jóvenes que por aquellos años llenábamos los pueblos extremeños, eran las candelas, en homenaje a la Virgen de la Candelaria, que se celebraba –y se celebra– cada año el día dos de febrero, como fecha de cierre de las fiestas navideñas, en recuerdo de la purificación de la Virgen y presentación del Niño Jesús en el Templo. Muchas fechas antes, los jóvenes veníamos recogiendo toda la numerosa leña seca que nos encontrábamos por los caminos y campos cercanos al pueblo, que amontonábamos en lugares seguros para que los otros grupos no nos la robaran y que en dicha fecha, al atardecer, junto con los trastos viejos que se sacaban de las casas por inservibles, como sillas, muebles, etc., servían para hacer una gran hoguera de purificación, que rivalizaba con las numerosas que se hacían en los distintos barrios del pueblo, en donde las mujeres cantaban y bailaban las danzas populares, mientras los hombres se pasaban incansables las botas o las botellas con cañas del vino de la última cosecha. Era un gran día de regocijo y fiesta popular de la que los muchachos nos sentíamos los verdaderos protagonistas.

Cuando la leña escaseaba, como consecuencia de la recogida para el fuego de invierno de las propias casas, los muchachos nos acercábamos hasta la cercana sierra de La Calera y, aunque con más esfuerzo de lo normal, recogíamos durante semanas o meses lo necesario para “nuestra” fiesta de las candelas.

La sierra, con todos sus misterios y miedos para una sociedad campesina y atávica, era lugar muy frecuentado por nosotros, en interminables aventuras por entre sus riscos y espesuras, o bien como suministradora de inagotable fuente de alimentos silvestres, cuando la comida escaseaba en casa y los estómagos nos solicitaban ayuda. De su seno cortábamos espárragos, tagarninas, sabrosos madroños, dulces bellotas, higos bravos, etc., o nos dedicábamos a la caza de las, por entonces, numerosas aves, que una vez desplumadas servían de ayuda a la comida familiar, o para la venta en los bares de la plaza, y así sacarnos unas pesetillas, que el grupo, solidariamente siempre, se encargaba de gastar en la compra de productos para nosotros inalcanzables por aquellos años. En los humedales de los escasos arroyos de la zona, si había suerte y el tiempo había sido lluvioso, buscábamos ansiosos las puestas de huevos de los patos migratorios que hacían un descanso en sus largos recorridos hacia tierras más cálidas, y que muchos de ellos, con una habilidad fuera de lo común por parte de algunos de los componentes del grupo, terminaban en las ollas caseras, como también le sucedía a infinidad de animales que tuvieran la desgracia de ponerse en nuestro camino, ya fueran palomas torcaces o lagartos, sabrosas viandas para unos estómagos siempre necesitados.

No hay contradicción de lo que en estos momentos estoy relatando y mis actuales y más sociales hábitos en defensa de la naturaleza. Por otra parte, estas prácticas no estaban perseguidas en aquellos años, y eran los mismos gobiernos (nacionales o municipales) los que premiaban económicamente el aniquilamiento de estos animales considerados “alimañas”, entre los que podemos enumerar a las numerosas rapaces, los zorros y lobos que seguían a las piaras trashumantes de merinas, así como a cualquier ave que cruzara los espacios, por el solo hecho, denunciaban, de que menguaban las cosechas de cereales.

Era sábado y los muchachos del barrio del Pilar (por el abrevadero para el ganado) no teníamos ninguna obligación más que divertirnos y quitarnos del medio de nuestras agobiadas familias, por lo que decidimos acercarnos hasta el Risco de la Atalaya, un alto y peligroso promontorio de piedra de pizarra, que como su nombre indica, seguramente albergó en tiempos pretéritos algún puesto de vigilancia, según indican los pocos restos que de ella quedan y lugar privilegiado desde donde divisábamos muchos pueblos de la comarca de Los Barros, entre ellos, la misma torre del homenaje del castillo de los antiguos señores feudales de la zona, los duques de Feria, lugar sagrado para la distintas pandillas del pueblo, en donde podíamos casi rozar el vuelo de las asustadas águilas que tenían sus nidos entre sus grietas, lugares para nosotros inaccesibles.

Fue un pastor, Paco “El Renco”, familiar de uno de los componentes del grupo, que esos momentos pastoreaba una punta de ganado merino, el que llamó nuestra atención por lo peligroso de la aventura y la poca edad de la mayoría de los componentes. Su charla amena y el aburrimiento de tantas horas de bucólicos paseos por los campos, nos mantuvo enganchados a su conversación durante bastante tiempo, en el que el hombre intentaba sabiamente ponernos en conocimiento de los peligros existentes en la zona por donde transitábamos inconscientemente.

Fue la primera vez que de manera fiable y directa escuché hablar de la cueva de “la higuerita”, hasta esos momentos lugar de habladurías y de leyendas caseras, siempre asociada a los maquis en tiempos de la guerra civil, pero que nadie sabía si dicha cueva existía realmente o era parte de fábulas inconsistentes, tan numerosas por otra parte, en los pueblos aledaños a la sierra.

El pastor, en un momento de su perorata sobre los conocidos peligros de la zona, y queriendo quedar bien con nosotros, nos conminó a no acercarnos a la boca de la cueva, dado que él había perdido en más de una ocasión alguna cabeza de ganado despeñada en la misma, siendo mayor su superstición y miedo a los bulos que corrían sobre el lugar, que la más encomiable tarea de rescatar, aunque solo fuera por el egoísmo de recuperar la carne, en aquellos tiempos de hambres, del cuerpo del pobre animal perdido más allá de la boca de la cueva.

Ni que decir tiene, que fueron sus mismas palabras de peligro las que encendieron nuestra imaginación y el deseo de conocer, aunque fuera desde la distancia, la entrada del misterioso y perdido lugar. No estaba lejos y, el pastor, seguramente no queriendo perder nuestra compañía, careó a los perros con sus silbidos, haciendo que los numerosos animales enfilaran el camino señalado por sus guías.

En la ladera de un alto risco de rocas graníticas, a poca altura del suelo, rodeada por exuberantes plantas autóctonas, se divisaba una semioculta grieta que poco tenía, a primera vista, de particular y en nada destacaba sobre los abruptos canchales pizarrosos del contorno. Tampoco se divisaba la higuera que le daba nombre, aunque el pastor, contestando a nuestras preguntas, nos indicó un viejo y roído muñón que sobresalía de la tierra, y los restos de un viejo tronco, hoy semienterrado en el suelo, restos de lo que pudieron ser en otros tiempos, parte de una hermosa higuera de la que comerían sus sabrosos higos los animales de la sierra.

Al ver nuestra decepción, el pastor, con una sonrisa displicente, nos fue explicando que hoy la entrada, de forma natural y debido, tal vez, a un derrumbe, había sido cegada por la, para nosotros, enorme roca que casi cerraba su entrada, pero que en tiempos de la guerra había sido refugio de los maquis, quienes la habitaron hasta su desaparición, o aniquilación, sinque nunca fueran sorprendidos por las patrullas de la guardia civil, suponiendo que la cueva tenía distintas salidas que servían para huir en caso de peligro. La chispa de nuestra encendida imaginación estaba encendida.

Cuando regresábamos para el pueblo, nuestras conversaciones giraban indefectiblemente sobre los aparentes misterios de la dichosa cueva y la necesidad de volver al lugar para reconocerla mejor y tomar la decisión de visitarla, costara lo que costara. Algunos de la pandilla nos estremecimos, yo entre ellos, ante la idea de meternos en tan desconocido como temerario lugar, del que solamente conocíamos por el momento, que era sitio inaccesible y en el que se habían despeñado algunas ovejas, sin que los perros o el pastor hubieran accedido, por miedo o por superstición a sus entrañas.

Claro que la pandilla era dispar y entre sus miembros había muchachos que se habían criado en las majadas, otros habían sido pastores de ovejas o de ganado vacuno en las solitarias sierras cercanas, o desconocían la palabra miedo pronunciada por nuestro ocasional guía, del que ahora hacían burla por su falta de arrojo. “El Gory”, un muchacho larguirucho al que la muerte de su padre había condenado a buscarse la vida de mil maneras; Félix “el corito”, mozo ayudante en una de las numerosas fraguas que funcionaban en el pueblo; Vicente “el Vaca”, un verdadero gigantón de fuerte musculatura que había pasado su niñez al cuidado del ganado de la familia y al que nada ni nadie se le ponía por medio; Celedonio, hijo de un hortelano, que se pasaba media vida con el azadón en la mano y que cuando se quitaba la camisa se le podía ver su cuerpo renegrido por mil soles y sus bien proporcionados músculos de acero; y un par de sujetos más, que como yo, éramos comparsas del grupo, si no fuera porque lo que nos faltaba de fuerzas, debido a nuestra aún corta edad, lo suplíamos con la astucia de nuestras bien maliciadas inteligencias, como habíamos demostrado en más de una ocasión, reconocida y respetada por el grupo.

No tardamos mucho en poner en práctica nuestros propósitos. El herrero fabricó palancas y hierro acerado; el hortelano consiguió robustas sogas de esparto que nos servirían muy bien para nuestros propósitos. Yo, que ejercía de monaguillo, me encargué de arramplar con todos los cabos de velas de cera que las beatas ponían semanalmente a sus santos y que, casualmente, desaparecían de los candelabros antes de haberse consumidos, sin que esta desaparición llamara la atención de los fieles ni del cura, siempre atento a sus negocios con la cera. “El Gory”, ahora mozo de un ultramarino, se presentó con dos bacalaos salados y unos chorizos, que junto con el vino que conseguimos, era suficiente para alargar la aventura, dado los días eran largos y podíamos trabajar con tranquilidad, teniendo mucho cuidado de no toparnos con la siempre peligrosa pareja de la guardia civil que fiscalizaría todos nuestros movimientos.

Me atrevo a aventurar que esa mañana, todos los componentes del grupo dirían a sus padres lo mismo que yo argumenté a mi ocupada madre: que era sábado, que habíamos quedado en acercarnos a la sierra para presionar la llegada de las bandadas de patos y que no había peligro porque íbamos un nutrido grupo de amigos, todos conocidos de la familia.

La primera precaución que tomamos, fue la llevar hasta cuatro perros cazadores, bien acostumbrados al rastreo de piezas camperas, o señalar la presencia de las mismas en las condiciones más adversas. Cuando el grupo llegó a la entrada de la cueva, lo primero que hicimos fue jalear a los perros para acotar el terreno con todas las seguridades necesarias para comenzar la pesada faena de remover la roca que cerraba la entrada. No fue equivocada la idea, puesto que los perros, nada más llegar a la boca, comenzaron a ladrar e indicar que algún animal ocupaba el espacio de entrada. Vicente, “el Vaca”, dueño y conocedor de los procedimientos del perro, se puso en guardia hasta ver qué es lo que señalaban las muestras del animal y metiendo una larga vara de avellano por una de las aperturas de la boca, vió salir una más que respetable culebra a la que de un certero golpe dio muerte y apartó con la idea de comérsela una vez finalizadas las tareas de desescombro. La actitud defensiva del animal, para un hombre acostumbrado al campo señalaba que en el interior tenía su nido y que no estaba sola, como pudimos comprobar en cuanto empezamos a mover la enorme piedra. Una a una, con la impasibilidad de un hombre acostumbrado a tales menesteres, Vicente fue matando a las culebras que formaban el nido, sin que se le moviera un músculo de la cara.

Pero la labor emprendida era desproporcionada para nuestras fuerzas, que después de mucho meditarlo, los mayores, decidieron descansar y dejarlo todo para una próxima jornada. Era el momento del trabajo de los más jóvenes y descansados componente del grupo, que al miso tiempo que vigilábamos los caminos, habíamos estado cortando retamas y ramas bajas de los chaparros, con los que tapamos todo indicio de movimiento de tierras.

Las dos semanas de tardamos en volver a comenzar la penosa tarea de remover la piedra, las empleamos en estudiar detenidamente cómo meterle mano a la misma, toda vez que, si bien de buenas proporciones, la misma piedra de pizarra, como consecuencia de los hielos y de la lluvia de tantos años, habíamos constatado que se encontraba resquebrajada por varias partes, por lo que sería cuestión de inteligencia el dar con la mejor forma de descomponerla y desmontar los trozos parte a parte. La solución salió de la mente práctica de “el Gory”. Todos los muchachos habíamos jugado más de una vez a hacer “bombas” de carburo, producto que se utilizaba, junto al petróleo, para alumbrar los más humilde hogares y de fácil adquisición en los economatos, para lo cual, hacíamos un hoyo en el suelo, poníamos agua en el mismo junto a unas piedras de dicho producto, colocábamos al revés, cubriéndolas, una lata de conserva de tomates, en cuyo “culo” habíamos perforado un pequeño agujero, que al acercar una llama con una larga caña (para evitar que nos hiriera), hacía explotar los gases acumulados en el bote y ocasionar la explosión, que en más de una ocasión había puesto en aprieto o herido al valiente “dinamitero”.

Habíamos pensado, además de que la distancia al pueblo era lo suficientemente larga para que el ruido llegara con la suficiente fuerza como para llamar la atención de algún vecino, colocar entre los huecos naturales de la piedra una lata grande llena piedras de carburo, hacer un mortero con paja lo suficientemente compacto como para que el daño de la explosión fuera interior y, para que no hubiera el mínimo peligro para nosotros, ponerle una larga mecha encerada de la que se vendían para hacer “lamparillas” para las “vírgenes” y esperar a ver si la suerte nos acompañaba, antes de comenzar nuevamente con los trabajos de quitar la tierra a los pies de la roca, como anteriormente veníamos haciendo.

Nuevamente salimos del pueblo en una aparente y rutinaria excursión de muchachos a la busca de diversión, pero esta vez recogiendo por el camino los pertrechos que hábilmente habíamos estado escondiendo en el tiempo de descanso. La mañana, como tantas mañanas extremeñas de primavera era hermosa, ya con un sol que alanceaba nuestras pieles y con un cielo limpio y azul, por donde volaban parejas de milanos en su cortejo amoroso o a la búsqueda del diario sustento de roedores.

Como siempre hacíamos, los más pequeños subían a lo alto de los riscos cercanos con el fin de vigilar la inmensa llanura y no ser sorprendidos por visitantes extraños que se acercaran a las estribaciones de la sierra ya fueran pastores con el ganado o la temida pareja andante de la guardia civil, o recogíamos más ramas de los alrededores, con la finalidad de no dejar rastros de nuestros trabajos o, en este caso, juntar la mayor cantidad posible de rastrojos para hacer el mortero. Los encargados de la misión de buscar el mejor escondrijo para el carburo entre la roca, naturalmente, corrió a cargo de los tres mayores: “el Gory”, Félix, “el Corito” y Vicente “el Vaca”, a los que se había unido esta vez Martín “el Cigüeño”, alto y duro como un roble, otro querido amigo siempre presto a cualquier aventura que conllevara riesgos.

Más de dos horas les llevó preparar la discutida carga, sin que nada ni nadie inquietara la tranquilidad de aquellos parajes solitarios. Todo lo tenían previsto y en el momento en el que “el Vaca” tendió la mecha a la que había impregnado con la pólvora de un par de cartuchos de caza, hubo una llamada de atención a las más jóvenes para que prestaran más atención a su misión de vigilancia, como así se hizo, aunque atentos todos al momento culminante de nuestra aventura, como era la más que dudosa voladura de parte de la roca. Cuando “el Corito” prendió con su mechero de yesca la punta de del cabo encerado que servía de mecha y fue siguiendo su quema, nuestros corazones infantiles cabalgaban a una velocidad de vértigo.

Fueron largos momentos de angustia en los que no sabíamos si la llama alcanzaría su objetivo. Los cuatro muchachos mayores se miraban inquietos, a la espera de la explosión y nos conminaban a los pequeños a seguir vigilando, pues ya no había marcha atrás. Cuando todos estábamos desconsolados antes la tardanza, una fuerte explosión sacudió el espacio y una nube gris se escapó de la cueva manchando el limpio azul del cielo. Todos esperamos sobrecogidos el resultado de la deflagración y nuestra alegría fue inmensa cuando pudimos ver que, si bien no se había movido la roca de su sitio, se había abierto un gran hueco en la parte superior de la misma, que ahora nos dejaría entrar sin muchas dificultades.

El trabajo estaba hecho y no había que tentar a la suerte, por lo que, todos a una, tapamos con ramas la brecha abierta y nos ocupamos en dejar el suelo de alrededor sin muchas pistas de nuestros trabajos. Alegres y contentos regresamos al pueblo con las manos llenas de espárragos y tagarninas con las que justificar nuestras horas de asueto en la sierra. Todo iba conforme lo previsto y nada nos impediría continuar hasta conseguir nuestro objetivo de visitar, si era posible, la famosa y perdida cueva de “la higuerita”.

Pero nuestra primera intentona fue un fracaso, dado que la cueva presentaba en su entrada más dificultades de las que suponíamos. A las numerosas zarzas y ramas múltiples que se señoreaban próximas a la boca, había que sortear los numerosos escombros, así como huesos de animales caídos en la trampa de su difícil visibilidad, entre ellos los de ovejas, tal como nos señaló en su momento “el Renco”. Yo no era muy valiente, lo confieso con cierta vergüenza, y tenía mis precauciones a la hora de saltar sobre el brocal de la cueva, mucho más desde que ví como salieron las culebras que Vicente “el Vaca” se había despachado sin alterar su figura. Siempre me han dado cierto asco estos animales, aunque sabíamos que no eran peligrosos y solamente las víboras en los humedales podían ponernos en aprieto en caso de mordedura. Pero la ley de los más fuertes se impuso y la segunda vez que lo intentamos, en los que Félix “el Corito” había preparado unas chapas aceradas a modo de machetes y nos habíamos provisto de afilados hocinos de segar y guantes de herreros para podar las espinosas zarzas, pasé la tenebrosa boca cuando ya los mayores habían hecho la mayor parte del trabajo.

Como el perro de “El Vaca”, valiente como su amo, ladraba y quería seguirlo en su aventura, consideramos prudente favorecer sus requerimientos y meterlo dentro de la misma, cosa que nos favoreció mucho, porque los animales se dan rápidamente cuenta de la falta de oxígeno y éste campaba a sus anchas por el camino ya expedito. La verdad es que, aparte de las dificultades de la entrada y todavía con la luz que la radiante mañana que se introducía por la boca, pudimos observar que la cueva estaba bastante limpia, sin que nada llamara nuestra atención, más que el oscilar continuo de las llamas de las velas que portábamos todos, lo que indicaba que había corrientes de aire en su interior, o lo que es lo mismo, posibles entradas o salidas por otras partes de la sierra.

La cueva, en nuestro lento y previsor caminar, se fue ensanchando poco a poco, hasta alcanzar, unos metros más adelante, un amplio y acogedor habitáculo abovedado en el que no distinguía más que dos nuevas bocas divergentes y, en un rincón, los restos de un cántaro de barro de Salvatierra, junto a los restos casi imperceptibles de lo que fue una pobre hoguera. Era el perro el que daba muestras de inquietud en sus rápidas galopadas por la cueva, moviendo continuamente la cola y ladrándole a su dueño, pero sin atreverse a penetrar solo en las bocas que frente a nosotros se abrían misteriosas. Fue “el Gory” el que nos devolvió a la realidad, llamando nuestra atención sobre la necesidad de salir y buscar, en otro momento, mejores puntos de luz, toda vez que las velas, aparte de su pobreza, se consumían con mucha velocidad y podíamos quedarnos a oscuras. Yo respiré con fuerza al oir la responsable petición y volvimos a salir a reencontrarnos con el resto de los amigos, que impacientes esperaban los acontecimientos.

Ya en el pueblo, a la espera de otro día de aventuras con mejores medios, fuimos haciendo un resumen de lo vivido día anteriores, sacando la conclusión de que la cueva estaba en muy buenas condiciones y que, en principio no había peligros a la vista que nos impidiera terminar de explorarla, hasta donde fuera posible, sin que ninguno de nosotros tuviera un incidente peligroso para nuestra seguridad.

La temporada de lluvias primaverales y el mal estado de los caminos que conducían hasta la sierra, nos llevó a retrasar una nueva aproximación, entre otras cosas, porque no queríamos levantar sospechas en nuestros padres, que verían con extrañeza tanta perseverancia al campo en tiempos tan revueltos e inapropiados. Cuando las condiciones climatológicas cambiaron y los campos se orearon, nuevamente emprendimos la aventura, esta vez provistos de luces de carburo, mucho más seguro y duradero que las velas requisadas a la iglesia y a las beatas.

Y de nuevo nos encontramos, yo ahora un poco más seguro pero siempre caminando junto a los muchachos fuertes, en la amplia sala a la que habíamos llegado en la anterior ocasión, y desde la que teníamos que continuar explorando a través de las bocas abiertas frente a nosotros. El saber que la cueva había sido habitada en otros tiempos no tan lejanos y la firmeza de las paredes por donde pasábamos, nos daba una cierta seguridad en nuestro avance, así como no haber encontrado absolutamente nada que nos hiciera temer algún peligro. Nuevamente, el perrillo de “el Vaca” nos marcó el camino a seguir, siempre inquieto y ladrador, como si se sintiera el dueño de la situación y conocedor de los misterios del lugar. Éramos cinco los que caminábamos por el interior de la amplia cueva y eran cinco los puntos de acerada y fría luz del carburo los que iluminaban ampliamente su interior. De pronto, el perro se quedó parado frente a lo que pudieramos llamar una puerta que daba paso a un pequeño cubículo. Todos nos quedamos tensos y en nuestras manos aparecieron las herramientas afiladas que nos habían servido para desbrozar las temidas zarzas de la entrada de la cueva. Fue el momento en que “el Vaca” se erigió como el líder del grupo, asumiendo la responsabilidad de dar respuesta a las inquietudes de su perro y entró sin miedo en el espacio desconocido. Yo, la verdad, más que miedo sentí una punzada de pánico y me puse a temblar sin motivo alguno aparente, más que mi alocada imaginación. Fueron escasos segundos los que permaneció solo el amigo, pero suficientes como para ver reflejados en los rostros de mis acompañantes, si no mi mismo grado de descomposición, sí suficiente preocupación antes lo desconocido. La aparición del gigantón nuevamente por la puerta, nos hizo dar un salto hacia atrás, pues el bueno del amigo, junto a su perro ladrador, apareció con una calavera en la mano y una sonrisa de satisfación en su amplio rostro que nos desconcertó a todos los presentes.

Volvimos asustados a la sala, y con la cabeza del muerto junto a nosotros, discutimos qué hacer a continuación: si salir al exterior o continuar investigando. La autoridad del descubridor se hizo patente y nos señaló la otra parte del misterio descubierto; y era, que junto a los restos óseos ya desechos del posible maquis, estaban sus humildes pertenencias, un mosquetón y una caja de municiones, lo que demostraba que el valiente guerrillero había preferido morir defendiéndose que entregarse a las autoridades y ser fusilado, como había ocurrido en la mayoría de los casos. También los restos de comida y los platos que los contenían, demostraban que el muerto no era forastero y que había tenido ayuda hasta poco antes de su muerte.

El resto que la incursión por la cueva careció de interés y, ayudados por el perro, que fue nuestro mejor y más seguro guía, conseguimos completar el resto del recorrido sin encontrar más sorpresas que algunos camastros desvencijados, lo que nos hizo pensar que no estuvo solo el infortunado maquis durante parte de su encierro.

Nuestras dudas, a estas alturas y sin haber salido de la explorada cueva, era qué hacer con los restos del muerto, con el fusil y con la caja de municiones encontradas. Éramos conscientes de que no podíamos denunciar el hallazgo sin que nos viéramos comprometidos en un hecho que las autoridades civiles y militares, todavía la guerra civil estaba muy vigente en nuestra sociedad y más de uno de los presentes, era mi caso, habíamos tenido algún familiar represaliado o fusilado durante la misma, podían considerar como un delito de ocultación y meter a nuestras familias en graves aprietos.

Decidimos juramentarnos en no denunciar los hechos hasta que las condiciones fueran propicias, cosa que hicimos con gran seriedad, pero nuestras mentes juveniles, abrasadas por miles de lecturas aventureras, decidieron tener un recuerdo de tan maravillosa aventura y acordamos repartirnos las balas del Máuser, sin hacer en el pueblo ostentación de las mismas.

A estas alturas del relato y con muchos años en la distancia de los hechos, nadie sabe quién fue el culpable de que la guardia civil tomara cartas en el asunto. Solo recuerdo que uno por uno, los componentes del grupo, acompañados por nuestros padres, fuimos desfilando por el cuartelillo y que se nos pidiera cuentas de los hechos. Creo que fue el padre de Vicente “el Vaca”, hombre terrible y con muy “malas pulgas”, el que paró las posibles represalias sobre nuestras personas. Valiente como su hijo, agresivo y sin miedo a los uniformes agresivos guardias civiles con un amplio historial de violencias sobre los ciudadanos humildes del pueblo, no consintió en ningún momento que a los menores se nos aplicara ningún correctivo. La entrada de la opinión de otras autoridades en el problema, considerando como una travesura lo acaecido, fue poniendo en sordina la aplicación de medidas correctoras hacia los asustados muchachos que no comprendían tantos espavientos. Eso sí, descubrieron nuestras aventuras en la cueva de “la higuerita”, descifraron la personalidad del muerto (un terrible anarquista, en palabras de los poco queridos civiles) y recuperaron el fusil que habíamos dejado en la cueva. Mi madre y mi familia, después de los acontecimientos sufridos en la guerra civil con el fusilamiento de mi abuelo, pasaron momentos de verdadera angustia y, creo, fueron los principales motivos para nuestra marcha del pueblo unos meses después. No me riñó ni me castigó y solo me hizo cargo de las consecuencias que una malhadada aventura juvenil había trastocado nuestras vidas.

He vuelto muchas veces a mi pueblo a lo largo de tantos años desde que marché y siempre me he sentido a gusto entre sus calles y sus gentes. Mis amigos, como yo, fueron marchándose a otras ciudades buscando un mejor medio de vida que en él se nos negaba. No he vuelto a saber de ellos ni me los he encontrado jamás, aún a sabiendas de que algunos viven en Madrid, Bilbao o Barcelona. He añorado muchas veces su recuerdo y he maldecido la suerte que nos tocó vivir en una sociedad tan encorsetada y pacata. Pero ya no tiene remedio. Quisiera, con estos recuerdos que hoy vierto en el papel, hacerles un homenaje de amistad a quienes tantas horas de ensueños compartieron conmigo.

Y he vuelto, no hace muchos años, a buscar la boca de la cueva de “la higuerita”, donde ahora nuestras aventuras se entremezclan con otras historias o leyendas que se siguen contando en el pueblo. Pero no he sido capaz de encontrarla. Es verdad que son muchos años los transcurridos desde aquellos acontecimientos que hemos narrado, pero es que la civilización también ha llegado a aquellos parajes solitarios y hoy infinidad de viviendas unifamiliares y de recreo se levantan en lo que en otros tiempos era silencio y naturaleza salvaje.

Pero mientras tengamos vida, allá donde nos encontremos, la cueva seguirá viva en nuestro recuerdo, como una parte muy importante de nuestras vivencias juveniles. Yo así lo deseo.

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