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LUIS ÁLVAREZ LENCERO DESDE LA MEMORIA

PRÓLOGO

Acabo de sumergirme en un libro, en una bio-bibliografía, que es como decir en el fondo de una vida, en el fondo de la vida, en el fondo del tiempo donde terminan hundiéndose todas las vidas. Acabo de pasar la última página de un libro donde se aportan, se cuentan y se recuentan los datos de una vida que ya era materia de la muerte. Y, sin embargo, al leerlo, la vida ha vuelto a surgir de entre las brumas del olvido, para recrearse, para levantar otra vez desde la nada al hombre aquel que un día anduvo entre nosotros, tejió entre nosotros la urdimbre de sus días y se marchó en silencio cuando vinieron a buscarlo. Luis Álvarez Lencero se llama este hombre. Y este es el libro que ha hecho el milagro. Mientras lo leía, Luis Álvarez Lencero ha vuelto a habitar mi cabeza y mi corazón, ha vuelto a estar conmigo. He escuchado su verso y su respiración herida, los picotazos insomnes de su martillo y el lagrimeo siseante de la soldadura autógena. Y he vuelto a estremecerme con su palabra despellejada. Ya no es el mismo que conocí, que quise y que admiré. Sigo queriéndole y admirándole, pero ahora, después del libro leído, un nuevo Luis se alza ante mí. Un Luis con muchas más luces y sombras, muchas más debilidades y fortalezas de las que le conocí cuando vestía carne de hombre o de gusano.

Los hombres somos como uno de esos laberintos de espejos en los que vamos deformando nuestra propia imagen de acuerdo a los ojos que nos miran, de manera que vamos reflejando el ser que creemos ser o los que, sucesivamente, queremos ser (todos son siempre parte de ese que somos en realidad), para dar la imagen que tenemos de nosotros mismos o la que queremos que los otros tengan. De este modo, nadie posee nunca nuestra visión completa. He ahí el mérito de esta bio-bibliografía. Al organizarse como una suma de testimonios, escritos y orales, de quienes lo conocieron personalmente y de quienes lo estudiaron en sus obras, la visión de conjunto obtenida resulta poliédrica y absolutamente enriquecedora.

Ricardo Hernández Megías es el autor del proyecto, que ahora se ve cumplido en estas páginas. Su afán bibliográfico le llevó, primero, a indagar en la obra escrita de y sobre Luis Álvarez Lencero; su constancia investigadora hizo que reuniera, a continuación, cuantas reseñas, críticas literarias o artísticas, entrevistas personales, documentos inéditos... en fin, todo lo que consideró de algún valor para construir una imagen verdadera, y lo más amplia posible, de la figura del escultor-poeta. Y con todo este material reunido y ordenado se lanzó a levantar el monumento de la vida, corta pero intensa, de uno de los personajes más importantes de la literatura y el arte extremeños del último tercio del siglo XX.

Es, Ricardo, bibliófilo admirable y tenaz, amante de primeras ediciones y de libros raros y curiosos, y lector impenitente de papeles innúmeros y de versos todos. (Rara avis en el mundo de la bibliofilia, que suele abundar más en coleccionistas de continentes que de contenidos.) Escritor de lectura fácil y amena, tan de agradecer cuando se habla de textos biográficos e históricos, más veces dados al fárrago que a la transparencia, tiene un estilo llano, que no simple, y una sincera objetividad cuando plasma sus opiniones.

Amigo noble y sagaz conversador, ha sabido granjearse el respeto y la confianza de cuantos trataron al poeta y hoy lo tratan a él, y ha conseguido que depositen en sus manos un ingente caudal de informaciones de todo tipo, desde la documental e íntima, a la charla, en apariencia, intranscendente, en la total seguridad de su buen hacer.

Trabajando sobre esta montaña de apuntes y de recuerdos, a veces coincidentes, a veces parciales, y a veces contradictorios, pero siempre esclarecedores, Hernández Megías reconstruye la figura de Luis Álvarez Lencero que emerge plural y gigantesca, como de un inmenso esbozo expresionista, y vemos, a la par, dibujarse el escenario y las circunstancias donde se desenvolvió su vida. De modo que al leer esta bio-bibliografía nos encontramos con la visión de la sociedad española en los cinco largos lustros en que desarrolló el poeta su actividad pública. Y, sobre todo, cómo entre la pobreza general de la cultura nacional, se destaca la efervescencia de la extremeña, y el foco pacense en particular.

En este prieto puñado de páginas bien escritas y orquestadas, se nos ofrecen cartas, poemas inéditos, transcripciones de entrevistas, que describen un panorama cultural que va de lo paupérrimo en lo material (revista Gévora, tirada a ciclostil, por poner sólo un ejemplo) a la proyección mucho más amplia de las obras de los poetas extremeños del momento (intercambio epistolar y literario con los poetas hispanoamericanos contemporáneos.) Vemos pasar por aquí desde los recitales y lecturas poéticas que se inician en los años sesenta, al fervor social, popular y regionalista, de los setenta y primeros ochenta. Se nos ofrece el espectáculo de los salones de aire decadente -donde eran recibidos y escuchados los intelectuales-, las tertulias, un poco provincianas -pero tan activas y tan beneficiosas-, los rapsodas de teatro y radio... y el arte y la poesía de vanguardia irrumpiendo en Badajoz con la fuerza de varias voces incontestables.

Y, sobre este agitado telón de fondo, Luis Álvarez Lencero, que se convierte en estandarte de la juventud estudiantil y la clase obrera más cultivada y ávida de cambios, con una doble vertiente: Por un lado una poesía viril que comienza con tintes surrealistas y desemboca en unas formas neopopulares de contenido social y bravo radicalismo. Por otro, una escultura ferozmente nueva, de hierro machacado, cortado y domado en frío, y soldado luego con autógena, de enormes huecos que originan recios contrastes de espacios llenos y vacíos y un marcado dramatismo.

De la mano del biógrafo van apareciendo los éxitos del poeta y del escultor, los avatares de su existencia, sus movimientos, sus pensamientos e incluso sus deseos. No sólo su imagen va quedando reconstruida y viva, también el lector termina formando parte del universo lenceriano.

Luis Álvarez Lencero, desde la memoria... no es una biografía al uso, sino más bien la revisión de la vida de un hombre a partir de los recuerdos que dejó en quienes lo conocieron. Otros biógrafos escribirán sobre él, pero tendrán que beber en estas fuentes. El poeta del hierro, el escultor de la palabra, ya tiene erigido el monumento de sus años. El monumento de sus artes lo levantará la historia.

Acabo de sumergirme en las páginas de este libro. He hecho un recorrido en el tiempo. Vuelvo ahora a mi tiempo desde otro tiempo que también fue mío, o lo fue, al menos, en parte. Vuelvo ahora a mi vida desde otra vida. Desde una vida que ya era materia de la muerte y que a partir de ahora, gracias a este libro, será siempre materia viva. Qué milagro.


José Iglesias Benítez.


EPÍLOGO CON DOS ENCUENTROS
(Para la bio-bibliografía de Luis Álvarez Lencero escrita por Ricardo Hernández Megías)

Ricardo Hernández Megías, extremeño por naturaleza y amor, reúne en sí raras virtudes: bibliófilo en el sentido prístino del término, ávido lector de toda literatura y además riguroso y distante investigador de archivos, hemerotecas y papeles de familia no por mera curiosidad (que también) sino por puro y desinteresado amor a la historia. Si a esto se le añade que asimismo posee una sensible y natural manera de escribir, poniendo en luz y orden con desafectado estilo los datos acumulados sobre los personajes de cuyo paso por la vida se ocupa y que además -y sobre todo- ama la verdad y la expone sin veladuras retóricas aunque venga a dañar la imagen comúnmente admitida del personaje biografiado -amicus Plato sed magis amica veritas-, estaremos al cabo de conocer la noble materia de que está hecho este historiador que hoy da a la luz pública una extenuante recopilación de testimonios, directos e indirectos, para que acometa quien quiera, pueda y se atreva la biografía de Luis Álvarez Lencero, poeta del metal y la palabra que ennobleció las artes extremeñas y españolas en el último tercio del pasado siglo.

Si epílogo es recapitulación o síntesis de todo lo anteriormente dicho, esto que sigue ahora no es epílogo. Ni sé, ni quiero, ni se epiloga la vida de nadie, ni maldita la falta que hace que nadie lo intente.

Junio de 1983, mediodía. Muy próxima la fecha en que no iba a cumplir 60 años, Luis Álvarez Lencero recibe una visita esperada y largamente prevista. Ni se anuncia ni declara su nombre; sólo cruza la puerta de aquella casa emeritense recién estrenada, aquella casa no destinada a vivir. Se le acerca despacio, muy despacio, mirándole a los ojos. Él hace o piensa que hace un ademán de acercamiento. Él pregunta o cree preguntar ¿Quién eres tú? ¡Como si no lo supiera! Y juraría que oye al visitante responder Soy el epílogo, la síntesis.

Sí, redactora de epílogos, tú eres la síntesis. Y tal vez la piadosa puerta del olvido. Tú: la muerte.

Apenas conocí a Luis. Nos vimos por primera vez en el Hogar Extremeño de Madrid, en abril de 1981. A los pocos días recibí por correo su poemario JUAN PUEBLO con una cariñosa dedicatoria en la que ni siquiera faltaba uno de aquellos adverbios (españamente) que tanto reiteraba y que tanto le festejaban. Leído el libro, me puse en contacto con él para hablar sobre poesía y efectivamente nos reunimos -sólo una vez, sólo aquella vez- en la acogedora cafetería que había en el sótano del teatro María Guerrero. Recuerdo que hablamos largamente y no sólo de poesía. Me pareció un hombre desarmado y generoso. Alegre y triste a la vez. Muy humano. Investido de un aura literaria y artística acaso magnificada por aquel rostro hirsuto y bíblicamente barbado. Hubiera sido un amigo leal de haber llegado a nacer nuestra amistad.

La franqueza con que se manifestaba (así me lo pareció) me animó a ser franco con él. Le dije que conocía sus esculturas en hierro, que había visitado detenidamente en su día la exposición de la galería Círculo 2, donde pude sentirme verdaderamente sumido en la intensa definición de formas y perfiles, la luz muerta en sus mismas oquedades que parecía gemir desde lo más recóndito del hierro, las diferentes tersuras del metal sabiamente atormentado o acariciado por su mano. Le dije que él era un poeta del yunque y de la materia inerte. Y añadí Creo en el escultor que hay en ti. Es preciso que recorras ese camino en toda su longitud y hasta la extenuación. Estás predestinado.

Parecía satisfecho de mis consideraciones sobre su arte y más habiéndole yo anticipado que sería totalmente sincero con él. Pero no tardé en advertir que Luis daba de antemano por descontada su categoría como escultor y que lo que de mí realmente esperaba era la misma reválida sobre su poesía. ¿Y JUAN PUEBLO? ¿Lo has leído? ¿Qué te parece? me dijo, apremiándome. Y nos vimos entonces hablando de poesía y de su escritura.

Yo en ese punto, con una crudeza de la que luego me arrepentí, le expuse mis reparos. Me pareció el clima y el momento adecuados, no había interferencias ni testigos, estábamos siendo sinceros. Le hablé de lo poco que me interesaba la poesía social, de lo obsoleta que nacía casi siempre, de que a menudo no era más que una excusa declamatoria de éxito seguro para oídos dóciles, un ardid literario en absoluto derivado de una voz reivindicativa ni valedora, del hastío que me provocaba la poesía que admite calificativos, de que yo no creía en aquello de la poesía es un arma cargada de futuro. Insistí en que la poesía no soluciona los problemas que aquejan al hombre, ni es de su competencia decir verdades como puños, que la poesía era para mí un mero ejercicio de introspección, de volatilidad, de duda y resplandor, de noche y devastación, un puro onanismo intelectual, una autoterapia de quien descree de todo y no es valiente. Recuerdo que no le oculté mi desaprobación por su empleo abusivo y gratuito de neologismos (esos adverbios inventados a partir de verbos y sustantivos, esos sustantivos adosados que yo nunca llamaría invención). Se miraba las manos y cabeceaba mientras yo me oía decir Nuestra lengua es muy hermosa y está inventada, Luis; algún neologismo puede ser procedente y venir al pelo, puede aportar un punto de expresividad, pero tal como tú los enhebras se vuelven una rutina innecesaria y devalúan el texto que pretendían enriquecer.

Recuerdo que no dejé de encarecerle la fuerza de sus poemas, hice mucho hincapié en los momentos en que el poema remontaba el vuelo tocado por las alas de la lírica pero no quise ocultarle la extrema evidencia de la huella hernandiana. ¿Tú también vas a salirme con lo de Miguel Hernández? dijo sin mirarme. Le dije que sí, que era necesario decirlo y que no podría luego mirarle a la cara si me lo callaba. Y que no sólo clamaba la huella de Miguel, sino también la del gran José, el argentino, el autor de MARTÍN FIERRO. ¿Lo has leído? le pregunté. Claro -me dijo, ya a la defensiva-. Quiso saber dónde encontraba yo en su poesía la huella del famoso gaucho y le dije que en los poemas de metro breve era muy evidente, no sólo por el tono sino además por la verbalización. En cuanto llegue a casa voy a mirar eso a fondo -dijo-; eres el primero que me habla de esa influencia. Hubo un silencio que ocupamos sobando los vasos. Y empecé a sentirme incómodo y a desear que aquel encuentro terminase. El resto de la velada lo dediqué a quitar importancia a mis discrepancias y a animarle a seguir su camino. Yo -recuerdo que le dije, ya en la calle- soy alguien que se ha equivocado mucho. Te digo esto para que no hagas caso de mis opiniones. Probablemente estoy equivocado. Pero cuidado, Luis, con los plácemes y las alabanzas de los amigos.

Nos despedimos con un abrazo y nos dijimos de volver a vernos. Eso nunca ocurrió. Algunos meses después un amigo extremeño me dijo que Luis tenía los días contados. Yo nada sabía hasta ese momento de la gravedad de la enfermedad de Luis. Y tuve sentimiento de culpa al recordar aquella noche de nuestro único encuentro y lo crítico que fui con su poesía. Y que no fui sincero del todo con él porque JUAN PUEBLO me gustó. Con las limitaciones que se quiera, pero me gustó. No como a casi todo el mundo, pero me gustó. Y no se lo dije. Y quizá él necesitaba que yo, que no era su amigo, se lo dijera. Porque la palabra de un desconocido es la que prevalece cuando uno habita su soledad. Y yo pude decírselo y no lo hice. Sólo agité tímidamente mi mano cuando arrancaba el taxi, Castellana arriba hacia Colmenar Viejo, con Luis Álvarez Lencero dentro y solo.

Le llamé un par de veces pero nunca logré establecer contacto con él. Y desistí de seguir intentándolo. Después de todo apenas nos conocíamos. Luego supe que regresó (o lo regresaron) a sus raíces. Lógicamente para morir.

Y juraría que oye al visitante responder. Soy el epílogo, la síntesis. Como era hombre de fe, acaso reunió sus últimas fuerzas para pensar un Juan-Cristo que apartase de él el cáliz, acaso tuvo su noche del Huerto como la tuvo aquel en quien tan firmemente creía. Era Junio, era Mérida, había una inmensa luz: ¿qué mejor momento para partir? Acaso alargó su mano al visitante que la tomó delicadamente entre las suyas. Acaso siguieron mirándose y ya no sentía ningún dolor. Acaso dijo Mi nombre es Luis mientras todo a su alrededor se desvanecía fundido en aquel extraño acontecido resplandor.


Madrid, 23 de Mayo de 2005
Pablo Jiménez




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