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Santiago Castelo, el poeta de la memoria dulce



Autor: Ricardo Hernández Megías
10 € (más gastos de envío)
Se puede adquirir poniéndose en contacto con el teléfono 660 385 746
La recaudación irá íntegramente como ayuda a las obras de la iglesia de la Virgen del Rosario, de Torrejón de Ardoz (Madrid)

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         Su muerte (viernes, 29 de mayo de 2015), no por esperada desde hacía algunos meses en que supimos la gravedad de su enfermedad y de su ingreso en una clínica de cuidados paliativos contra el cáncer, deja en nosotros, los que le conocimos y le tratamos con frecuencia, y le quisimos, un regusto de amargura al saberlo definitivamente vencido por la enfermedad. Él era un hombre vitalista, trabajador infatigable, capaz de abarcar múltiples y variadas actividades, incansable conversador, amigo de tertulias (sobre todo literarias), amigo de sus amigos, y, sobre todo, enamorado de su profesión de periodista en “su” ABC, así como de la Poesía, que junto con su Extremadura, era sus otros grandes amores en la vida.

         Hemos estado leyendo detenidamente los comentarios que a su muerte le han dedicado sus muchos amigos del mundo de las letras, así como del periodismo, y sacamos la conclusión de que nuestras observaciones personales sobre su rica personalidad quedan muy menguadas frente a los comentarios y alabanzas que definitivamente quedarán plasmadas en letras de imprenta en los distintos medios de comunicación, ya para la eternidad. De estos comentarios, reseñas sobre su vida y obra, de su bonhomía y trato agradable con todo aquel que se le acercaba, sacamos la conclusión –por nosotros vivida personalmente en tantas ocasiones–, de que Castelo pasará a la pequeña o gran historia de este envidioso y absurdo país de mediocres como lo que realmente era: un hombre bueno y sabio; un personaje fuera de serie que supo aglutinar alrededor de su persona todo aquello que de bueno había en su entorno. Su figura, impoluta en el vestir, caballeresca y, quizás, un tanto decimonónica,  la suavidad de su trato sin distinción de clases o méritos, su despacho (el confesionario laico –decía él, y así era conocido por todos los que a él se acercaban–) abierto a toda clase de peticiones y sugerencias profesionales o literarias, habían hecho de él –desde hacía muchos años– un referente en un mundo tan agresivo como es el que desde hace algunos años se vive en España desde las rotativas de los periódicos, o desde el mundo editorial.

         Hombre de derechas y católico sin tapujos, jamás entró en luchas políticas tribales o ejerció influencias perversas sobre las ideas religiosas de sus coetáneos, por muy estridentes o sectarias que fueran. Vivió y dejó vivir a los demás, con la gallardía y el respeto que todo ser viviente merece, lo que le acarreó ser querido y respetado por todos aquellos que le conocieron, le trataron y le quisieron.

         Pero sobre todo, Castelo era un hombre de una modestia desconcertante para los tiempos que vivimos en el que se suele confundir muy a menudo oportunismo con inteligencia. Hombre de una formación cultural sobresaliente, llegó a tener un gran poder en los medios de comunicación, que él ejerció con sabiduría y elegancia, sabiendo que la soberbia es la enemiga acérrima de la Verdad; esa verdad que diariamente distribuía desde su posición social el periódico en el que durante cerca de cuarenta años ejerció su profesión y en el que tuvo cargos de relevancia, sin que ello se notara demasiado. Con los años, el trabajo y la lealtad a aquellos que habían confiado plenamente en él, Santiago Castelo llegó a convertirse en la memoria viva de su periódico, como así se le reconoció tantas veces.

         La otra parte emotiva de su vida estaba dedicada por completo a la Poesía, a la Cultura, donde creemos, sin ningún tipo de dudas, que el tiempo venidero le tendrá reservado un lugar destacado.

         En su vida estrictamente personal, aquella que compartía con sus amigos más íntimos, como señala Jesús Lillo: Además de poeta, Castelo era extremeño, libertino, tragón, arrevistado, clásico, malasañero, monárquico, zascandil, sabio, arriscado y periodista, oficio al que dedicaba sus ratos libres, que no eran pocos, y que le llevó a acumular confidencias, silencios y traiciones en un ABC del que fue su subdirector y cuyo esencialismo deja como legado…   

         A Castelo se le han reconocido en vida (raro ejemplar) todos los méritos y trabajos emprendidos, tanto en el periodismo como en el mundo de las letras, o en la política regional de su tierra: En el primero, fue nombrado Subdirector de ABC en 1988, periódico del que nunca quiso salir, por fidelidad a sus patrones, pese a haber recibido sustanciosas ofertas de otros medios, así como el haber sido galardonado con el premio Luca de Tena, en reconocimiento a su labor periodística. A su jubilación, en 2010, pasó a presidir el Consejo Asesor Editorial de ABC. En el segundo, en el de las letras, sería interminable enumerar los premios y reconocimientos a su labor de poeta, destacando entre ellos el: Premio Fastenrath, de la Real Academia Española, 1988, por su obra Memorial de ausencias, publicado en 1978. Además de miembro numerario y director de la Real Academia de Extremadura, era miembro correspondiente de la Academia Norteamericana de la Lengua Española y de la Academia Cubana de la Lengua. Premio ABC Cultural & Ámbito Cultural, de manos de sus directores Fernando Rodríguez Lafuente y Ramón Pernas. Además le fueron concedidos, entre otros, los premios Hispanidad y Gredos de poesía y los premios nacionales de periodismo Es Fogueró, 1984, Julio Camba y Martín Descalzo. Hoy, 13 de junio, dieciséis dias después de su muerte, el periódico de sus afanes nos trae la noticia de que le ha sido concedido por unanimidad del jurado el Premio Internacional de Poesía Gil de Biedma, a título póstumo, por su libro, escrito ya en la clínica donde pasó sus últimos días de vida: La sentencia

         En el terreno de lo social o político, fue distinguido con la Medalla de Oro de Extremadura, siendo nombrado Hijo Adoptivo de Fontiveros e Hijo Predilecto de Granja de Torrehermosa, que puso su nombre a la calle donde nació, así como con el cariño y el respeto de todas las Asociaciones Extremeñas en el Exterior, donde participó desinteresadamente siempre que se le pedía, como una forma más de manifestar su amor inquebrantable a su querida tierra extremeña y de los distintos Ayuntamientos de la Extremadura interior, donde ejerció su indiscutible magisterio en toda clase de eventos culturales.


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