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EL SITIO DE CASCORRO, CUBA: SUEÑOS DE GLORIA

PRÓLOGO


      
La llamada “Guerra de Cuba” es la parte final de una contienda bélica de mayores dimensiones y crudeza con una de las mayores potencias emergentes de finales del siglo XIX, los Estados Unidos de América, por lo que dichos enfrentamientos podemos llamarlos más acertadamente “guerra hispano–estadounidense”, cuyo triste final, la derrota vergonzosa de España en 1898, nos llevó a unos de los momentos más críticos, tanto en lo social como en lo político, de un país que nunca supo defender sus territorios con la solvencia necesaria. La corrupción de la clase política, el abandono de sus deberes con sus ciudadanos –tanto de los de dentro como los de ultramar– y la falta de medios económicos para apoyar a su ejército en los momentos necesarios, hizo posible que en dicho año 98 España perdiera todas sus colonias del mar del Caribe, así como las del Pacífico, en donde se encontraban las Islas Filipinas, las Islas Marianas y las Islas Carolinas.

Y no es que dichas potencias no vinieran anunciando sus planes anexionistas. Los mismos Estados Unidos, una vez pacificados sus territorios entre Norte y Sur, ya habían dado pruebas de sus deseos, cuando a mediados del siglo XIX invadió y se apoderó de los antiguos territorios de México, así como, en la Conferencia de Berlín, en 1884, las potencias europeas, con el fin de no enfrentarse entre ellas, necesitando expandir sus economías, decidieron repartirse los enorme territorios del continente africano, con la finalidad de abrir nuevas vías de comercio, tanto como explorar y explotar los ricos yacimientos minerales que desde hacía años se sabía que encerraban sus suelos. Tampoco los territorios asiáticos se salvaron de la codicia de los políticos europeos, siendo China el país más deseado para sus afanes comerciales; sólo el comienzo de la Primera Guerra Mundial aplazaría los deseos de colonización; unos planes que después del desarrollo de la misma guerra, con la desaparición de algunos de los países europeos y con la demarcación de nuevas fronteras territoriales, harían cambiar, que no olvidar la conquista de esos continentes.

Estados Unidos, ya por aquellos momentos país de grandes recursos económicos y con un buen ejército perfectamente preparado, que no había participado en el reparto africano ni asiático, puso, sin embargo, sus ojos –mejor decir sus intereses– en territorios de la zona del Caribe y del Pacífico, donde su influencia se hacía en sentir en Hawái y Japón, zonas donde España y desde hacía siglos, mantenía su influencia con las colonias de Cuba y Puerto Rico, en la primera, y Filipinas, Marianas y Carolinas, en la segunda.

No fue difícil poner en aprieto a las autoridades de los gobiernos españoles, habida cuenta de la
tremenda debilidad que la clase política venía padeciendo desde las crisis políticas abiertas y nunca cicatrizadas, en tiempos de Isabel II. Por otra parte, el fuerte valor económico, agrícola y estratégico que significaba Cuba, venía siendo objetivo prioritario de anteriores presidentes americanos, que, incluso, llegaron a hacer ofertas económicas para su compra, si bien nunca aceptadas por los gobiernos españoles, habida cuenta de que Cuba era la “perla” de sus colonias y La Habana, su capital, el centro del tráfico comercial más importante, comparable a muchos puertos peninsulares.

A los deseos americanos de posesión de tan rica plaza, hay que sumar el descontento de los habitantes de la isla, enfrentados con las autoridades de la metrópolis por lo que ellos consideraban limitaciones políticas y comerciales impuestas por España a sus productos principales, tales como la caña de azúcar, que veían como era boicoteado su comercio con los EE. UU., y, sobre todo, la insolidaridad de las empresas textiles catalanas, asegurándose el monopolio textil, para lo cual fueron promulgadas la Ley de Relaciones Comerciales con las Antillas (1882) y el Arancel de Cánovas (1891), gravando los productos extranjeros con más de un 40% y obligando a absorber los excedentes de producción, medidas que fueron verdaderas barbaridades económicas que no hacían más que ayudar al hundimiento de la industria cubana.

A estos desatinos hay que añadir el nacimiento de una nueva burguesía isleña dispuesta a luchar por todos los medios por la independencia de sus territorios, manejando adecuadamente a la población indígena, cuyos derechos no se respetaban por parte de los hacendados, aun sabedores éstos de que la abolición de la esclavitud en Cuba había sido aprobada en 1880.

La primera gran sublevación contra las autoridades españolas sucedió en el decenio comprendido entre 1868 y 1878, acaudillado por el hacendado Carlos Manuel de Céspedes, con grandes pérdidas personales y materiales tanto de una parte como de la otra, situación que terminó con el acuerdo de una paz vigilada que ha pasado a la historia con el nombre de la Paz de Zajón, que, en definitiva, no fue más que la preparación de nuevos y más fuertes enfrentamientos, esta vez dirigidos por un hombre de gran prestigio como lo era José Martí, verdadero impulsor de la independencia de Cuba y creador del Partido Revolucionario Cubano, que a la postre sería el partido vertebrador de todos los levantamientos revolucionarios de aquellos años de finales del siglo XIX.

Los niveles de descontento entre los mambises, ciudadanos isleños que habían sido esclavos hasta 1880, dirigidos por dos buenos estrategas como lo eran Antonio Maceo y Máximo Gómez, traían de cabeza a las autoridades militares españolas en la Isla, que veían cómo cada vez eran más frecuentes sus actos de rebeldía, de sabotajes y, sobre todo, de enfrentamientos armados contra patrullas militares y hostigamientos a sus lugares de acuartelamiento, quienes con frecuencia tenían que tomar precauciones en sus desplazamientos y aumentar la seguridad de sus atrincherados lugares de descanso.

La primera medida de consideración frente a este aumento de la violencia contra los militares españoles fue tomada por el nuevo Capitán General Wayler, responsable de la Isla, que consistió en el reagrupamiento de los campesinos en zonas vigiladas, pretendiendo con esta medida aislar a los rebeldes y dejarlos sin suministro. El resultado fue muy otro y no favorecedor para los intereses españoles: el cese de la producción de alimentos y bienes agrícolas, así como la muerte de millares de cubanos (se calcula que murieron más de 200.000 hombres a causa de estas medidas), con la consiguiente radicalización del resto de la población, aumentando el odio contra los opresores y el deseo de independencia, llegando a producirse duros enfrentamientos hasta en la misma capital, La Habana, entre independentistas y españolistas.

Estos desencuentros entre dos estamentos ya irreconciliables y el aumento de concienciación por parte de personas influyentes cubanas hicieron  que se reclamara a Washington ayudas para resolver el conflicto, así como su intervención directa en el mismo. Naturalmente, los EE. UU., con gran visión de futuro para sus intereses, viendo la posibilidad de una victoria por parte de los independentistas, no dudaron en apoyar dichas reclamaciones, poniendo a su disposición armas, dinero y asesoramiento militar.

Algunos historiadores consideran la llamada Guerra de Cuba como un episodio menor entre la infinidad de guerras y enfrentamientos bélicos que asolaban por aquellos años el mundo y que irremediablemente conducirían, todos juntos, a uno de los momentos más cruentos y terribles de la humanidad, como es el comienzo de la Primera Guerra Mundial, también llamada Gran Guerra, desarrollada principalmente en Europa, a partir de los enfrentamientos entre la recientemente unificada en tiempos de la guerra franco–prusiana, Alemania (1871) y el Reino Unido, motivada por rivalidades políticas entre ambas naciones, pero sobre todo, por la gran proyección económica que venía desarrollando la segunda, en detrimento, según llegó a creer la propia Alemania, de su nueva política de expansión en un mundo donde ya no había cabida para nuevos proyectos económicos; es decir: Alemania, como nueva potencia militar emergente necesitaba urgentemente crear una red colonial que diera sentido a sus ansias imperiales, pero se encontró que el mundo ya estaba dividido y colonizado por otros países tan poderosos como ella, en la que sobresalía, sin ningún tipo de dudas, la odiada Inglaterra. Dio comienzo el 28 de julio de 1914 y finalizó el 11 de noviembre de 1918, cuando Alemania pidió el armisticio y más tarde el 28 de junio de 1919, los países en guerra firmaron el Tratado de Versalles.

En Estados Unidos, en un principio al margen de sus devastadoras consecuencias, originalmente se la conoció como Guerra Europea. Más de 9 millones de combatientes perdieron la vida, una cifra extraordinariamente elevada, dada la sofisticación tecnológica e industrial de los beligerantes, con su consiguiente estancamiento táctico. Tal fue la convulsión que provocó la guerra, que allanó el camino a grandes cambios políticos, incluyendo numerosas revoluciones con un carácter nunca antes visto en varias de las naciones involucradas.

Recibió el calificativo de mundial, porque en ella se vieron involucradas todas las grandes potencias industriales y militares de la época, divididas en dos alianzas opuestas. Por un lado se encontraba la Triple Alianza, formada por las Potencias Centrales: el Imperio alemán y Austria–Hungría. Italia, que había sido miembro de la Triple Alianza junto a Alemania y Austria–Hungría, no se unió a las Potencias Centrales, pues Austria, en contra de los términos pactados, fue la nación agresora que desencadenó el conflicto. Por otro lado se encontraba la Triple Entente, formada por el Reino Unido, Francia y el Imperio ruso. Ambas alianzas sufrieron cambios y fueron varias las naciones que acabarían ingresando en las filas de uno u otro bando según avanzaba la guerra: Italia, Japón y Estados Unidos se unieron a la Triple Entente, mientras el Imperio otomano y Bulgaria se unieron a las Potencias Centrales (Triple Alianza). En total, más de 70 millones de militares, incluyendo 60 millones de europeos, se movilizaron y combatieron en la guerra más grande de la historia.

Aunque el imperialismo que venían desarrollando desde hacía décadas las potencias involucradas fue la principal causa subyacente, el detonante del conflicto se produjo el 28 de junio de 1914 en Sarajevo con el asesinato del archiduque Francisco Fernando de Austria. Su verdugo fue Gavrilo Princip, un joven nacionalista serbio. Este suceso desató una crisis diplomática cuando Austria–Hungría dio un ultimátum al Reino de Serbia y se invocaron las distintas alianzas internacionales forjadas a lo largo de las décadas anteriores. En pocas semanas, todas las grandes potencias europeas estaban en guerra y el conflicto se extendió por todo el mundo.

                El 28 de julio, los austro–húngaros iniciaron las hostilidades con el intento de invasión de Serbia. Mientras Rusia se movilizaba, Alemania invadió Bélgica, que se había declarado neutral, y Luxemburgo en su camino a Francia. La violación de la soberanía belga llevó al Reino Unido a declarar la guerra a Alemania. Los alemanes fueron detenidos por los franceses a pocos kilómetros de París, iniciándose una guerra de desgaste en las que las líneas de trincheras apenas sufrirían variación alguna hasta 1917. Este frente es conocido como Frente Occidental. En el Frente Oriental, el ejército ruso logró algunas victorias frente a los austro–húngaros, pero fueron detenidos por los alemanes en su intento de invadir Prusia Oriental. En noviembre de 1914, el Imperio Otomano entró en la guerra, lo que significó la apertura de distintos frentes en el Cáucaso, Mesopotamia y el Sinaí. Italia y Bulgaria se unieron a la guerra en 1915, Rumania en 1916 y Estados Unidos en 1917.

                Tras años de relativo estancamiento, la guerra empezó su desenlace en marzo de 1917 con la caída del gobierno ruso tras la Revolución de Febrero y la firma de un acuerdo de paz entre la Rusia revolucionaria y las Potencias Centrales tras la célebre Revolución de Octubre en marzo de 1918. El 4 de noviembre de 1918, el Imperio austro–húngaro solicitó un armisticio. Tras una gran ofensiva alemana a principios de 1918 a lo largo de todo el Frente Occidental, los Aliados hicieron retroceder a los alemanes en una serie de exitosas ofensivas. Alemania, en plena revolución, solicitó un armisticio el 11 de noviembre de 1918, poniendo fin a la guerra con la victoria aliada.

                Tras el fin de la guerra, cuatro grandes imperios dejaron de existir: el alemán, ruso, austro–
húngaro y otomano. Los Estados sucesores de los dos primeros perdieron una parte importante de sus antiguos territorios, mientras que los dos últimos se desmantelaron. El mapa de Europa y sus fronteras cambiaron completamente y varias naciones se independizaron o se crearon después de su finalización. Al calor de la Primera Guerra Mundial también se fraguó la Revolución rusa, que concluyó con la creación del primer Estado autodenominado socialista de la historia: la Unión Soviética. Se fundó la Sociedad de Naciones, con el objetivo de evitar que un conflicto de tal magnitud se volviera a repetir. Sin embargo, dos décadas después estalló la Segunda Guerra Mundial. Entre sus razones se pueden señalar: el alza de los nacionalismos, una cierta debilidad de los Estados democráticos, la humillación sentida por Alemania tras su derrota, las grandes crisis económicas y, sobre todo, el auge del fascismo.

                A finales del siglo XIX, el Reino Unido dominaba el mundo tecnológico, financiero, económico y sobre todo político. Alemania y Estados Unidos le disputaban el predominio industrial y comercial. Durante la segunda mitad del siglo XIX y los inicios del siglo XX se produjo el reparto colonial de África (a excepción de Liberia y Etiopía) y de Asia Meridional entre las potencias europeas, así como el gradual aumento de la presencia europea y japonesa en China, un estado que para entonces se hallaba muy debilitado.

                El Reino Unido y Francia, las dos principales potencias coloniales, se enfrentaron en 1898 y 1899 en el denominado incidente de Faschoda, en Sudán, pero el rápido ascenso del Imperio alemán hizo que los dos países se unieran a través de la Entente cordiale. Alemania, que solamente poseía colonias en Camerún, Namibia, África Oriental, algunas islas del Pacífico (Nueva Guinea, las Marianas, las Carolinas, las Islas Salomón, entre otras) y enclaves comerciales en China, empezó a pretender más a medida que aumentaba su poderío militar y económico posterior a su unificación en 1871. Una desacertada diplomacia fue aislando al Reich, que sólo podía contar con la alianza incondicional del Imperio austro–húngaro. Por su parte, el Imperio ruso y, en menor medida, los Estados Unidos controlaban vastos territorios, unidos por largas líneas férreas (Transiberiano y ferrocarril Atlántico–Pacífico, respectivamente)

                Francia deseaba la revancha de la derrota sufrida frente a Prusia en la Guerra Franco–prusiana de 1870–1871. Mientras París estaba asediada, los príncipes alemanes habían proclamado el Imperio (el llamado Segundo Reich) en el Palacio de Versalles, lo que significó una ofensa para los franceses. La III República perdió Alsacia y Lorena, que pasaron a ser parte del nuevo Reich germánico. Su recuperación era ansiada por el presidente francés, Poicaré, lorenés. En general, las generaciones francesas de finales del siglo XIX y, sobre todo, los estamentos militares, crecieron con la idea nacionalista de vengar la afrenta recuperando esos territorios. En 1914 sólo hubo un 1 % de desertores en el ejército francés, en comparación con el 30 % de 1870.

                Mientras tanto, los países de los Balcanes independizados del Imperio otomano fueron objeto de rivalidad entre las grandes potencias. El estado otomano, al que los comentaristas de la época denominaban el “enfermo de Europa”, no poseía en Europa –hacia 1914– más que Estambul, la antigua Constantinopla. Todos los jóvenes países nacidos de su descomposición (Grecia, Bulgaria, Rumanía, Serbia, Montenegro y Albania) buscaron expandirse a costa de sus vecinos, lo que llevó a dos conflictos entre 1910 y 1913, conocidos como Guerras Balcánicas.

                Impulsados por esta situación, los dos enemigos seculares del Imperio otomano continuaron su política tradicional de avanzar hacia Estambul y los estrechos que conectan el mar Negro con el mar Mediterráneo. El Imperio austrohúngaro deseaba proseguir su expansión en el valle del Danubio hasta el mar Negro, sometiendo a los pueblos eslavos. El Imperio ruso, que estaba ligado histórica y culturalmente a los eslavos de los Balcanes, de confesión ortodoxa –ya les había brindado su apoyo en el pasado– contaba con ellos como aliados naturales en su política de acceder a “puertos de aguas calientes”.

                Como resultado de estas tensiones, se crearon vastos sistemas de alianzas a partir de 1882:
                    La Triple Entente: Francia, Reino Unido y Rusia.
                    La Triple Alianza: Alemania, Austria-Hungría e Italia.
                A este período se le conoce como Paz armada, ya que Europa estaba destinando cuantiosas cantidades de recursos en armamentos y, sin embargo, no había guerra, aunque se sabía que ésta era inminente.

Por contrario, y en contra de los criterios de los historiadores, nosotros consideramos la Guerra de Cuba como el primer paso histórico de la expansión colonialista de unos reforzados Estados Unidos, que había visto como la partición del mundo después de la Gran Guerra le daba alas para asentar sus criterios de expansión y reforzar sus ejércitos, principalmente su marina de guerra, para lo que necesitaba puntos estratégicos en todos los mares, y en el que las antiguas colonias españolas, entre ellas la isla de Cuba en el Caribe y las Filipinas en el Pacífico, constituían verdaderos puntos de referencia de esta planificada expansión. 
   
Queremos parar aquí por el momento nuestro relato de las causas que motivaron dicha guerra y entrar de lleno en detalles personales de soldados que en ella intervinieron y que la gran historia olvida con frecuencia. Por otra parte, la Fama, esa diosa tan esquiva y, como mujer, tan voluble, no siempre concede sus favores a quien más los merece, llevándose los honores de los acontecimientos destacables personajes secundarios que lo único que hicieron fue obedecer las órdenes de sus mandos.

Señalamos esto, porque de la guerra de Cuba, como en otras tantas guerras que en el mundo han ocurrido, ocurren y ocurrirán en el futuro (el hombre siempre será el mayor enemigo para otros hombres en cuanto haya dinero o poder que conquistar), se dan los más nobles actos de valentía, de amor, de entrega a la Patria por parte de algunos hombres, así como los actos más deleznables que un ser humano pueda cometer. Todo está permitido en una guerra si la victoria es nuestra.

Así, si cogemos las amplias crónicas de la Guerra de Cuba, vamos a ver desfilar una serie de personajes, acaparadores de todos los honores, medallas y prebendas concedidas por el gobierno de turno sin haber éstos pisado ni por un instante los campos de batallas, mientras que los verdaderos héroes de las mismas, los soldados que luchan en pésimas condiciones, que pasan hambre y frío, que son heridos sin asistencia sanitaria, que mueren sin saber muchas veces por qué ni para qué luchan, esos hombres anónimos que serán llorados durante años por sus madres y novias o esposas que desconocen sus últimos y fatídicos paraderos, carne de batalla de iluminados “genios de la guerra”, a esos, nadie los nombra, nadie le concede honores, nadie llora sobre sus cuerpos enterrados en intrincadas selvas o en tórridos desiertos de lejanos países.

Cuando se habla de la Guerra de Cuba, nos aparece como la figura guerrera principal de la misma el general Valeriano Wayler, (1838–1930), Marqués de Tenerife, Duque de Rubí, Grande de España y Capitán General durante los años finales de la contienda colonial, para nosotros un militar de reconocido prestigio demostrado en multitud de ocasiones, como lo fueran sus actuaciones en la sublevación de Santo Domingo, en 1861, que le valió la Cruz Laureada de San Fernando, pero un mal estratega a la hora de planificar y combatir una sublevación tan intensa como la de los mambises de Cuba, siendo el responsable de unos de los mayores desaciertos, como lo fue su política de Reconcentración de los sublevados en zonas vigiladas por los soldados españoles, que no fue más que un exterminio calculado de la población indígena, motivo de futuras sublevaciones, odios y desencuentros.

El tema de la mala gestión de las colonias venía siendo criticada ya de mucho antes: ni España supo nunca administrar adecuadamente su política económica, mucho menos la social en sus territorios coloniales, ni supo estar jamás a la altura que exigían las circunstancias cuando hubo que defenderlos con las armas; la ambición y la codicia desmesurada de unos pocos empresarios españoles que vieron en las explotación de los abundantes recursos naturales de la isla una importante fuente de ingresos, el desentendimiento de las mínimas condiciones de supervivencia de los trabajadores y el desprecio por las mismas vidas humanas de los naturales de la isla que alimentaban sus fortunas, con el consentimiento de las autoridades españolas, fue el detonante que haría explotar las ya de por sí difíciles relaciones que venían produciéndose entre las dos partes. A las ansias de libertad de un pueblo, sabiamente manejadas por los EE. UU., contestaban ciegamente las autoridades de la metrópoli con el envío de más fuerzas militares. Cuando las barbaridades cometidas por el Capitán General de la isla, general Martínez–Campo fueron inasumibles por los políticos de Madrid, la solución que encontraron fue la de mandar a otro general más duro que el anterior y con mayores experiencias en represaliar a los insurrectos como lo era D. Valeriano Wayler, héroe de las campañas militares de Santo Domingo.

No estamos criticando una política militar que en aquellos tiempos era la única conocida y aplicada en todo el mundo dominado; estamos narrando solamente lo que a nuestro parecer fueron las causas y los motivos que llevaron a muchos pueblos de habla hispana a buscar su propio camino, desligándose por lo tanto de controvertidas, cuando no equivocadas políticas colonizadoras que en nada les favorecían y sí arruinaban su futuro.

Tampoco estamos criticando a los militares que llevaron a cabo la política represora contra los
pueblos americanos. Ellos eran profesionales de la guerra y cumplían a rajatabla las órdenes que se aprobaban en las Cortes españolas. Por otra parte, dichos militares eran miembros de “castas” privilegiadas, donde palabras como igualdad, respeto, derechos del hombre, etc. no tenían sentido. Ellos obedecían ciegamente a conceptos como “deber” “defensa de la Patria” “obediencia ciega a los mandos” “honor” “victoria” “sacrificio” etc., que a la postre los hacían distintos a los mortales y por los que eran pagados con buenos sueldos, condecorados con importantísimas y bien retribuidas condecoraciones que hacían brillar sus apellidos, o con títulos nobiliarios que los hacían entrar en el círculo más selecto de la alta sociedad española.

La llamada Guerra de Cuba o Guerra hispano–estadounidense, podemos dividirla en cuatro etapas perfectamente diferenciadas, tanto en la intensidad de los combates como en las consecuencias militares entre los dos (mejor diremos tres, pues la guerra final se libraría contra los Estados Unidos) bandos enfrentados: la llamada Guerra de los Diez años o Guerra Grande (10 de octubre de 1868–10 de febrero de 1878), la Guerra Chiquita (1879–1880), la Guerra de Independencia cubana o Guerra del 95 (1895 –1898) y Guerra hispano–estadounidense (1898)

                La Guerra de los Diez Años, también conocida como Guerra de Cuba (en España) o Guerra Grande (1868–1878), fue la primera guerra de independencia cubana contra las fuerzas reales españolas. La guerra comenzó con el Grito de Yara, en la noche del 9 al 10 de octubre de 1868, en la finca La Demajagua, en Manzanillo que pertenecía al hacendado Carlos Manuel de Céspedes.

                Terminó diez años más tarde con la Paz de Zanjón o Pacto de Zanjón, donde se establece la capitulación del Ejército Independentista Cubano frente a las tropas españolas. Este acuerdo no garantizaba ninguno de los dos objetivos fundamentales de dicha guerra: la independencia de Cuba y la abolición de la esclavitud.

                Los antecedentes de dichos enfrentamientos hay que buscarlos en las llamadas “leyes especiales” prometidas en la Constitución española de 1837 nunca cumplidas, que se promulgaron, por lo que la isla de Cuba siguió regida por un Capitán General que ejercía un poder prácticamente absoluto, generalmente en favor de los grandes propietarios de las plantaciones esclavistas de caña de azúcar –la llamada “sacarocracia”–, por ejemplo, tolerando la entrada clandestina de medio millón de esclavos procedentes de África entre 1820 y 1873. Ese estado de cosas se mantuvo hasta que apareció un nuevo grupo de propietarios ligados al comercio y a las empresas tabaqueras, en su mayoría emigrantes españoles de primera o segunda generación. Los gobiernos de la Unión Liberal del general O'Donnell formaron una comisión para estudiar las reformas que se debían aplicar en Cuba pero no llegó a ninguna conclusión. En ese contexto es en el que se produjo el Grito de Yara que inició la primera guerra de la independencia cubana.

                Causas de la guerra:

                Causas económicas.
                    Cuba estaba siendo afectada por las crisis económicas de los años 1857 y 1866.
                    Las regiones de occidente y de oriente tenían diferente situación económica. La región occidental era más desarrollada, tenía más esclavos, mayor producción y más facilidades de comercio que la zona oriental. Esto hacía que muchos hacendados orientales se arruinaran.
                    España imponía altos impuestos y tributos sin consultar con los habitantes de la isla.
                    España sostenía un rígido control comercial que afectaba enormemente a la economía en la isla.
                    España utilizaba los fondos extraídos de la isla para asuntos ajenos al interés cubano, como financiar grandes desembolsos armamentísticos (más de la tercera parte del presupuesto nacional), desarrollar la colonia de Fernando Poo y otros. Estos gastos se hacían en un momento que se necesitaba un fuerte proyecto inversionista para modernizar la industria azucarera, lo cual empeoraba la situación de la colonia.
                    La comprensión de la necesidad de introducir el trabajo asalariado como única vía para hacer avanzar la industria azucarera, algo poco dado en las colonias española.

                Causas políticas.
                La revolución española de 1868, La Gloriosa, fue precedida por una amplia conspiración vinculada a los intereses de los criollos reformistas cubanos, emparentados con lo generales Serrano y Dulce. Pero la Gloriosa fue también el detonante de la revolución en Cuba, donde el ambiente estaba preparado psicológicamente desde el abandono de Santo Domingo en 1865 y la Guerra de Secesión Estadounidense. Sin embargo, la revuelta no fue encabezada por negros esclavos o libertos, sino por personajes de las clases medias. Acontecimiento que no habían previsto los criollos reformistas.

                    España negaba a los cubanos el derecho de reunión como no fuera bajo la supervisión de un jefe militar.
                    No existía la libertad de prensa.
                    Era ilegal formar partidos políticos.
                 Fracaso de la junta de información de 1867 y con esto la agudización de las contradicciones colonia-metrópoli unido a la maduración de un pensamiento independentista con figuras como Félix Varela, José Antonio Saco y otros.
                    Causas sociales.
                    Marcada división de clases.
                    La existencia de prejuicios raciales.
        En Cuba existía la esclavitud, que además de ser cruel era un freno para el desarrollo económico de la isla, pues el desarrollo de la tecnología hacía imprescindible el uso de obreros cualificados.

                De todos los grandes conflictos potenciales, la esclavitud era el mayor. En las Cortes de Cádiz, el abogado español antiesclavista Agustín Argüelles presentó en 1811 una proposición para abolir la trata de esclavos. El diputado cubano Andrés Jáuregui se opuso radicalmente, amenazando con una sublevación contra España si se abolía el tráfico. Las amenazas de segregarse y de pedir la anexión a Estados Unidos marcaron las siguientes discusiones y votaciones, donde los diputados americanos se manifestaron contra la trata de esclavos y los cubanos, tanto los criollos como peninsulares, a favor.

                 Los cubanos integrantes del bloque oligárquico que residían fundamentalmente en las provincias de La Habana y Matanzas, se habían opuesto a la Guerra de los Diez Años, prefiriendo conservar sus esclavos y plantaciones –manteniendo sus negocios– y  a la libertad de la Isla.   

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